Cuando jugamos, concentramos todos nuestros sentidos y esfuerzos, estamos absolutamente apasionados con esa actividad. Parte de esa pasión y entusiasmo viene determinada porque jugar es una actividad libre, con una motivación intrínseca, en la que no nos sentimos juzgados, sino aceptados y estimulados. El niño que juega dispone de un espacio personal, de un tiempo y de un margen de error que en otras actividades no le está permitido, lo que favorece su autoestima y creatividad, y mantiene su interés de manera sostenida.
Pero ¿a qué jugamos?
Sin duda, los padres y madres tenemos una función importantísima como garantizadores y favorecedores del juego de nuestros niños. Quizás ese día, o toda la semana, puede ser un buen momento para iniciarse en las sopas de letras que nos proponen los periódicos y revistas, o para montar un circuito para coches en el comedor, o para organizar una partida de cartas después de la cena ¡un día laborable! O para salir puntuales del trabajo y echar unas carreras al corre que te pillo con los hijos, o para volver del cole jugando al veo veo, sin prisas, sin estrés, sin objetivos que cumplir. Mil excusas para respirar hondo, mirar a nuestro alrededor y disfrutar de lo que somos y tenemos. Mil excusas para reír, para vivir el ahora y el aquí, para jugar juntos.
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